Miro incrédulo en ambos sentidos: la marea de motocicletas no tiene fin. Una tras otra pasan frente a mí, en ambas direcciones, a toda velocidad. El asfalto no tiene carriles pintados ni presenta señalética alguna que permita guiar el tráfico, pero este detalle parece no importarle a los miles de conductores que dibujan sus propios caminos, como un cardumen mecánico y sonoro que se interpone infranqueable ante el peatón <debe haber alguna forma de cruzar> me digo, como quien busca convencerse de algo que le es negado por su propios sentidos. El semáforo de la esquina repite su sistémico ritual, frustrante e ineficaz se transforma en otro testigo de esta tarde de febrero, de estos naranjos en flor, de este año nuevo que se respira en las calles de Hanói.

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Las casitas del barrio Bah Dinh son estrechas y altas, la mayoría de dos o tres pisos y están conectadas a la calle por manojos de cables negros que brotan de los postes. No hay dos casas iguales, sin embargo, cada una de ellas tiene un elemento que las asemeja entre sí, la bandera roja con su imponente estrella amarilla flameando en cada balcón, en cada comercio, en cada ventana. En la casa de al lado, y en la de al lado, y en la de al lado también.

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Por encima de una larga túnica naranja sobresale la calva presencia de Jum. Con la parsimonia de un monje budista prepara los pedidos, muchas familias de Hanói quieren comprar un poco de té en Hai Mien, el emprendimiento que junto con su esposa regentea desde hace dos años. El año nuevo es una buena ocasión para beberlo en familia, y la calidad de la tradicional infusión está asegurada si la provee el “campeón nacional del té de Vietnam”, título que ostenta desde 2015. Cada paquete que pasa por sus manos es tratado como una pieza única y delicada, encerrando los aromas y secretos de una montaña que el propio Jum visita cada verano para la cosecha anual de té.

En la calle un vecino inicia una fogata con maderas: <Es para hervir los Banh Chung>, me explica. Se trata de un pastel de arroz y cerdo que se envuelve en hojas de plátano antes de ser hervido durante media jornada. En pocos días habrá uno en cada mesa a lo largo y ancho del país.

Banh Chung. El clásico manjar es el resultado de un trabajo colectivo donde cada integrante cumple con una tarea bien precisa que se articula con otra como en una cadena de montaje: Jum lava las hojas mientras el resto de la familia se sienta en el piso formando un círculo casi perfecto, su esposa se encarga de especiar el cerdo <Así lo preparaba mi abuela>, me cuenta mientras le enseña a su sobrina a preparar el frijol chino. Cuando todo está listo, comenzamos a envolver la preparación con las hojas, buscando que el paquete tenga una impecable forma cuadrada.

La fogata recibe la colaboración de los vecinos, que ven caer la tarde mientras arrojan todo tipo de elementos a ser devorados por el fuego, generando un humo tupido que se apodera de la escena y los pulmones. Una olla de cien litros hace bailar su tapa bajo los enormes borbotones del agua donde arrojamos, uno a uno, los veinte Banh Chung que preparamos con nuestras propias manos. Jum trae una guitarra. Solo queda esperar doce horas.