En Nápoles existe una ley no escrita: las cosas alcanzan su verdadero propósito sólo cuando se rompen. Motores que resucitan con un martillazo, tranvías que se niegan a avanzar porque "la corrente non c'è", máquinas que encuentran nuevos oficios cuando ya no sirven. Aquí lo perfecto no inspira confianza. Esta filosofía de lo roto no es resignación, sino una forma superior de sabiduría: la que nace cuando el ingenio humano se rebela contra el destino que otros le quisieron imponer.
Cuando el filósofo Alfred Sohn-Rethel llegó a la ciudad en 1924, descubrió una relación con la tecnología que desafiaba toda lógica industrial. En su ensayo "Das Ideal des Kaputten" (El ideal de lo roto), describe con asombro cómo los napolitanos desconfían instintivamente de las máquinas que funcionan demasiado bien: "Un muchacho en Capri convirtió el motor de una moto rota en una batidora para hacer crema. Eso es la verdadera técnica: no someterse al automatismo de las máquinas, sino dominarlas en su fractura". En Nápoles, la innovación no viene de manuales de ingeniería, sino de la necesidad desesperada y la creatividad que surge cuando no hay otra opción.
Un motor averiado no es un final sino un principio. Esta filosofía trasciende lo pragmático para volverse profundamente política. Nápoles, como todo el Sur de Italia, es marginada por el norte industrializado. Sus calles son un museo de proyectos abandonados y de infraestructuras prometidas. En esa precariedad constante, los napolitanos desarrollaron un genio particular: el de hacer que lo imposible funcione, aunque sea por un rato.
Diego llegó a esta ciudad en 1984 como el mesías perfecto para esta teología de lo imperfecto. El Pibe no era un futbolista pulido, no respondía al prototipo de atleta disciplinado y predecible que Europa esperaba. Era un tipo que jugaba como se vive en Nápoles: con lo que hay. Su fútbol era como esas máquinas napolitanas: imprevisible, temperamental, pero efectivo hasta la belleza.
Cuando ganó su primer scudetto en 1987 alcanzó estatus divino e ingresó en el santoral napolitano, donde San Gennaro comparte espacio con el “Monaciello” (un pequeño monje asociado con el mundo subterráneo al que se le atribuye la capacidad de influir en la suerte de la ciudad).
Diego era indestructible porque mostraba sus grietas.
Sus excesos, sus errores, sus contradicciones lo hacían más real, más cercano. Los altares callejeros con su imagen celebran a un santo apócrifo y milagrero.
Ante un mundo obsesionado con lo nuevo, lo pulido, lo descartable, Nápoles y Maradona nos recuerdan una verdad incómoda: lo verdaderamente indestructible no es lo que nunca se rompe, sino lo que sabe renacer cada vez de sus propias cenizas.