Las tecnologías que prometieron liberarnos nos han encerrado en una jornada laboral sin fin. El capitalismo digital ha extendido su lógica a cada rincón de nuestra existencia, convirtiendo el descanso en otra forma de producción. Trabajamos desde casa, en pantuflas, creyendo que hemos ganado autonomía, cuando en realidad el capital ha logrado una explotación más eficiente y menos visible.

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Cuando el ocio se convierte en trabajo: el tiempo disponible bajo el capitalismo digital

Hay una verdad que incomoda, pero que cada vez resulta más difícil de negar: el tiempo libre ya no existe. No porque no tengamos momentos fuera del trabajo asalariado, sino porque incluso allí (en el sillón mirando series, en una app de citas, en una red social comentando una noticia) seguimos produciendo. Seguimos trabajando. Seguimos siendo explotados.

El capitalismo digital ha logrado una proeza que otros modelos históricos apenas podían soñar: colonizar no solo nuestros cuerpos, sino nuestras mentes, nuestros afectos, nuestro tiempo. En este nuevo estadio, la vieja separación entre tiempo de trabajo y tiempo de ocio se ha vuelto obsoleta. ¿Dónde termina una jornada laboral si recibo mensajes de mi jefe por WhatsApp a las once de la noche? ¿Qué frontera separa mi intimidad de mi productividad si mi imagen, mi voz y mis emociones son insumos monetizables cada vez que abro una aplicación?

La transición del mundo analógico al digital no solo ha acelerado la producción (lo que antes se producía en ocho horas hoy puede realizarse en una y media), sino que ha desplazado el centro de gravedad del poder y la acumulación hacia la virtualidad. Ya no se trata únicamente de fábricas y petróleo, sino de plataformas, datos y algoritmos. El territorio de disputa es ahora intangible, pero no por ello menos real: es en lo digital donde se producen mercancías, se acumula riqueza y, sobre todo, se construye poder político y subjetividad social. Las pantallas no son herramientas neutrales: son fábricas que funcionan las 24 horas, 7 días a la semana, explotando nuestra atención, nuestro deseo, nuestra necesidad de conexión. Nosotros, los usuarios, no somos más que trabajadores invisibles de una maquinaria diseñada para acumular datos y convertirlos en valor económico.

Pasamos, en promedio, más de seis horas diarias conectados a dispositivos digitales; en países como Argentina, esa cifra supera las ocho horas y media, equivalente a una jornada laboral completa. Pero no recibimos salario por ello. Al contrario: somos nosotros quienes, con cada interacción generamos datos que luego son monetizados por las grandes tecnológicas. Nuestros datos alimentan algoritmos que optimizan servicios y productos que luego se nos venden de vuelta (cualquier similitud con el “granero del mundo” que exportaba materias primas que luego volvían industrializadas para su comercio, corre por cuenta del lector ….). La actualización gratuita de nuestros dispositivos no es un regalo: es el resultado de nuestra colaboración inconsciente y constante en la mejora de esas mismas plataformas que nos explotan.

El resultado es un mundo donde más del 58% de la población trabajadora global vive en la informalidad y sin protección social, y donde 240 millones de personas trabajan en condiciones de pobreza extrema. Todo esto ocurre mientras una aristocracia financiera y tecnológica concentra niveles obscenos de riqueza, impulsada por un modelo que necesita apropiarse de cada minuto que podamos ofrecer, incluso si no estamos “trabajando”.

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En este nuevo régimen, la explotación no se manifiesta solo en la fábrica o la oficina, sino en el “tiempo disponible”. Ese concepto (heredado de Marx, resignificado por quienes piensan el presente) es clave para entender cómo el capitalismo digital fagocita no solo nuestra fuerza laboral, sino nuestra capacidad de vivir una vida fuera de la lógica productivista. El tiempo disponible se ha convertido en un terreno de disputa, porque es allí donde se juega el verdadero poder: el de imaginar otro mundo.

Amazon, Google, Meta, Alibaba, Tencent, no solo median nuestras transacciones económicas, sino que regulan el acceso a la información, la comunicación y la verdad. Son feudos intangibles que deciden quién entra, quién queda fuera, qué es relevante y qué no. Y lo más inquietante: han penetrado hasta la intimidad de nuestros cuerpos y mentes, modelando deseos, hábitos y percepciones sin que apenas lo notemos.